Las siestas de Córdoba eran largas.
Todo en Córdoba es largo.
Entonces, yo aprendía los pájaros.
Podía pasarme cuatro horas o cinco transformándome en pájaro, junto al pozo de agua, de frente o de espaldas al arroyo, debajo de los sauces.
Había un bosque de sauces detrás de mi casa.
Yo me llevaba un libro, o un pensamiento o no llevaba nada y me mudaba al bosque.
La frescura del verde y sus aromas era algo fascinante por su magia hecha toda de charcos de sol y de sombra en los que habitaba un minúsculo estallido de bichitos.
Yo inventaba allí alguno de mis mundos, que no tuviera nada que ver con el de siempre.
A veces, todavía me mudo a los aromas.
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