La primera vez que mi abuela me dio la canasta de mimbre, las plantas eran más altas que yo y yo, además, cabía en la canasta.
Pero a ella no le preocupó demasiado y me mandó al bosque ese que había detrás de mi casa. Un bosque de plantas peludas, de grandes hojas cárnicas y flores amarillas, que escondía tesoros al pie de todo aquel follaje verde claro.
Entonces, yo aprendí a meter las manos entre los pubescentes cuerpos de las plantas y a robar sus tesoros de entre los nidos verdes.
Mi abuela preparaba ensaladas y pasteles con aquellos tesoros.
Y a mí me resultaba una aventura mágica eso de entrar al bosque desbordado en el que los tesoros maduraban de la noche a la mañana, volviendose grandes, tersos y brillantes.
La tía me decía que yo era como el duende de aquel mundo.
Mi abuela, lo decía de otra forma : Ella, que es chiquitita, que vaya a buscar los zapallitos.
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