Hay hombres que han perdido la condición genuina
y apenas
son pobres insurrectos de salón.
Desconocen la muerte.
Desconocen la absoluta impiedad del miedo.
Desconocen como desgarra un grito la garganta que grita.
Desconocen la voracidad de la intemperie,
lo anchurosa que puede ser la soledad,
la vastedad humana que cimbra en la catástrofe.
Se piensan malditos porque escriben su mustia
frustración.
Y son sólo infelices. Infelices y pobres
o pobres infelices.
Ya quisieran estar realmente malditos
como Haití.
Ya quisieran (o no), sufrir en piel y hueso
la condición humana.
Pero son insurrectos de salón,
vanguardistas entre terciopelos
donde no acampa el hambre
y la muerte es parte de su fábula.
Escriben de amarguras que nunca han degustado.
Son apologetas
de fracasos que sus mentes inventan
acomodadas a la simpleza de siempre tener pan
que alimente a sus bocas dentadas.
Miserables
que se erigen en cuestores
igual que las gallinas que alborotan la paz de un gallinero
con su cacareo irremediable.
Cacareadores vanos que no han vivido nada
y piensan que alcanza con el grito
para hacerse notar
sin dejar esa comodidad que los protege
y en la cual se apoltronan
mientras escriben sus “tragedias griegas”
irrisorias y fatuas.
Seres que sólo claman por tener su minuto de gloria
en el monitor de los demás
cuando se abra la notificación en la que escupen
miserias que no entienden ni padecen
en su circo de ignorante molicie internetera.
Ridículos
en la sobreactuación de la miseria impúdica,
jamás han sufrido lo que cuentan.
Es solamente una borrachera de jarabe de pico.
Sólo los verdaderos luchadores
han vivido la umbra en los eclipses.
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